Una de las claves en la psicología Gestalt es hacer lo que necesitamos y nos hace ser felices. Para llegar a esa felicidad hay que escucharse y dedicarse un espacio para nosotros mismos. Es lo que se llama «darse cuenta».
Fritz Perls, en su libro “Yo, Hambre y Agresión”, define tres niveles para el darse cuenta. En este artículo voy a tratar dos de ellos: el interior y el exterior.
El plano interior es aquel que nos representa a nosotros mismos, lo que pensamos y sentimos a nivel mental y corporal. Por otro lado, el exterior representa el mundo que nos rodea: personas, lugares, objetos, etc.
Uno de los requerimientos para ser felices pasa por hacer lo que nos motiva o lo que nos gusta, pero en muchas ocasiones no es lo que suele pasar.
Lo que normalmente ocurre es que terminamos haciendo lo que los demás esperan de nosotros o lo que hemos asumido que tenemos que hacer. Esto nos lleva habitualmente a estar insatisfechos y a depender del exterior para conformarnos con una falsa felicidad basada en la aprobación de quienes nos rodean.
Aquí aparece el nivel exterior, que engloba todo aquello que viene de fuera y lo que el mundo nos dice que debemos hacer. Asumimos obligaciones y cargamos con ellas. Muchas de éstas pueden resultar muy necesarias para lograr una vida más plena, pero otras en cambio no tanto.
Ahora pasamos al plano interior y hablaré de las auto-obligaciones, que son aquellas que nosotros mismos nos colgamos y llevamos como un peso muerto durante mucho tiempo. Son las más difíciles de detectar y nos cuesta mucho soltarlas. A menudo no somos conscientes ni siquiera de que las tenemos.
Aquí el plano interior se ve alterado por el exterior y la consecuencia directa de esto es que asimilamos ciertos roles que en verdad no nos pertenecen, aceptando simplemente que están ahí o que ha sido siempre así.
En ocasiones será necesario asumir un rol o un papel para conseguir ciertos objetivos, pero solo durante un tiempo. Este papel acaba cuando se cumple la meta o bien cuando llegue a no compensarnos y deje de hacernos felices.
Sin embargo, en ocasiones se presenta el miedo y continuamos con este rol, convirtiéndolo en una obligación sin rumbo o sin meta que resta tiempo y felicidad.
Hay algunos casos que reflejan muy bien este tipo de obligaciones. Pondré como ejemplo un hogar donde el padre está ausente, por el motivo que sea. La madre se apoya en su hijo y éste acaba asumiendo el rol del padre. A poco que se dé cuenta será el que sustenta el hogar y tomará un papel que de forma natural no le pertenece, ni que tan siquiera ha elegido conscientemente.
Otro ejemplo de esto es el del hijo “bueno” que estudia la carrera que los padres han elegido para él, sólo por complacerlos o por evitar conflictos. Esto suele llevar a que ese hijo desempeñe una profesión ante la cual no siente vocación, pues la elección no parte espontáneamente de sí mismo ni de la escucha por lo que realmente le mueve hacia la satisfacción y la felicidad.
Estos casos son sólo unos ejemplos y no todos conducen irremediablemente a la infelicidad, pues como siempre se dice cada persona es un mundo.
Sin embargo destaco la necesidad de parar a conectar con uno mismo para discernir cuánto de lo que hacemos persigue un objetivo o fin personal, para distinguirlo así de aquellas auto-obligaciones adquiridas del plano exterior que simplemente nos mueven por la vida de manera autómata.
No podemos olvidarnos que las auto-obligaciones son nuestras, pues nadie puede decidir por nosotros lo que debemos hacer como seres adultos.
Se pueden soltar en cualquier momento y, si se hace desde el corazón, nunca nos equivocaremos, ya que lo que nos mueve tiene que ver con el querernos y aceptarnos por encima de ese otro movimiento autómata, aprendido desde el miedo a no ser aceptados por los demás.
La clave es escucharse, confiar, soltar y promover la felicidad.