Gran parte de mi labor como terapeuta reside en hacer aflorar y favorecer a la persona tomar conciencia de sus necesidades. Éste es un proceso que puede requerir tiempo, pues suele suceder que estamos muy desconectados de lo que realmente queremos aquí y ahora en nuestras vidas.
¿Qué pasa cuando no atendemos nuestras necesidades? Por lo general, si pensamos en un niño que está deseando llegar a casa para salir al parque y jugar con sus amigos, rápidamente entenderemos cómo actúa en nuestra persona la necesidad.
Dicho niño está conectado con el momento de coger quizás el balón de fútbol y cruzar la puerta de casa. Si por un momento el padre o la madre le prohíben unirse a sus compañeros y quedarse en casa, el chico conectará rápidamente con una sensación de frustración honda, normalmente reflejada hacia el exterior en forma de llanto, rabieta, insultos, amenazas o cualquier otra opción que le permita sacar las emociones que se despiertan dentro de él.
En el mundo del adulto el funcionamiento no es muy diferente, simplemente que hemos aprendido a no escuchar a nuestro cuerpo. Muchas veces, cualquier señal de frustración suele ser bloqueada y, literalmente, nos la comemos.
No solemos permitir exteriorizar nuestra frustración al momento, quizás por motivos sociales (“no está bien visto”, “qué pensarán de mí”…), quizás por miedo internos (“me quedaré sólo”, “me voy a volver loco si me dejo llevar por la rabia”…).
Esta estrategia de represión puede ser beneficiosa a corto plazo, liberándonos de posibles miedos como los que he expuesto antes. Sin embargo, no es una opción inteligente. Por inteligente, me refiero a que no es una estrategia válida para medio o largo plazo, sino que responde a una forma de actuar automática donde no hay un verdadero cuestionamiento de mis acciones.
Si imaginamos nuestro cuerpo como una olla exprés, donde el vapor generado corresponde a las necesidades frustradas, entenderemos qué puede ocurrir cuando no damos salida a todo aquello que legítimamente nace entre nuestras emociones.
De un momento a otro, podemos estallar: quizás en forma psicosomática, es decir, mediante enfermedades, dolores, cansancio u otros síntomas que aparentemente pueden despistar y no relacionarse directamente con la represión de las emociones.
De hecho, en muchas ocasiones, la válvula de presión se eleva y dejamos que un latigazo de esa rabia salga al exterior, pero posiblemente en una situación y ante personas que no tienen nada que ver con el origen de la frustración. Son pequeñas conductas agresivas que emanan de nosotros mismos como mecanismo de protección para no estallar en consecuencias aún peores.
Sin embargo, ante todo este proceso, cabe cuestionarnos si hay alguna solución posible a las conductas agresivas y a la represión de las emociones. La respuesta es sí. La solución pasa por tomar contacto, no sólo con nuestras necesidades, sino también con el orden de prioridades.
Es decir, una vez sabemos qué queremos, es conveniente observar el grado de importancia entre las diferentes necesidades y escoger cuáles van a ser satisfechas antes que las otras. Un cuerpo satisfecho es un cuerpo sano. Una mente satisfecha es una mente sana.
Algo que parece tan sencillo, en realidad requiere mucha conciencia y atención. Una vez que nos hacemos adultos, dejamos de oír nuestras necesidades como hace el niño y nos vamos desvinculando del derecho que tenemos a satisfacerlas. Además, el adulto no se permite la “pataleta” que tan sabiamente fluye en el cuerpo del niño y le hace no enfermar.
Hay varios caminos que facilitan este proceso de descubrimiento. La psicoterapia es uno de ellos pues, a través de un espacio de interiorización, tomamos contacto con nuestra sabiduría interna y abrimos nuestra conciencia al amor hacia nosotros mismos, hacia nuestras necesidades que tan escondidas estaban.
Ante el juego de la vida es necesario saber con qué cartas contamos. No podemos jugar (vivir) plenamente sin conocer nuestros más profundos anhelos, pulsiones y necesidades.