Cada persona sufre algún tipo de miedo que le diferencia del resto o, por el contrario, le une. Algunos son muy comunes, como el miedo a la soledad o a la falta de control. Otros, por el contrario, pueden manifestarse en fobias muy concretas.
Cuando menciono el miedo a ser libre me adentro en las raíces del ser humano, ya que con el paso del tiempo observo hasta qué punto vivimos en la autoesclavitud, donde nuestro único amo y patrón es la mente.
Si tuviera que mencionar el opuesto a la libertad diría a día de hoy que se trata de la comodidad. Lo que conocemos como nuestra zona de confort no siempre se trata de un hotel cinco estrellas donde disfrutamos de la estancia.
Más bien es el cúmulo de hábitos que hemos ido adquiriendo a lo largo de los años, lo que define nuestra incapacidad para conducirnos por la vida en base a lo que realmente necesitamos para estar en paz interiormente.
Un ejemplo muy superficial lo encontramos en nuestro deseo de cuidar el cuerpo o mantenerlo en forma a través del ejercicio físico. Sin embargo, la idea de empezar la semana que viene suele ser la excusa perfecta para no movernos del sofá.
Encontramos todo tipo de excusas a la hora de faltar a la responsabilidad con nosotros mismos: falta de tiempo, ausencia de dinero, sobrecarga de tareas pendientes por hacer…
Si nos adentramos más allá en la psique humana, encontramos otra serie de excusas que nos hacen sentir mal y, por lo tanto, evadir la responsabilidad de cuidarnos. Me refiero a los valores.
Todos hemos crecido e interiorizado una serie de valores bajo los cuales escondemos en muchas ocasiones nuestra falta de compromiso hacia el amor por nosotros mismos.
Es duro, pero a veces levantamos por ejemplo la bandera de la generosidad como símbolo de nuestra fortaleza y compromiso con el mundo. Sin embargo, donde unos ven un corazón amoroso y entregado, otros quizás descubren una autoestima tan baja que la idea de hacerse respetar o permanecer en su centro y responsabilizarse de sus necesidades resulta como poco un pecado.
Vivimos a veces bajo el aplauso de muchos, aunque esto nos reste salud. Pensemos por ejemplo en el caso de la típica “madre sacrificada”, bien considerada por todos y que promueve por lo bajo la dependencia de los hijos hacia su figura.
Otro ejemplo radica en la “sinceritis”. Está de moda decir siempre lo que uno piensa, a la cara y de forma directa. Aplaudimos esto como señal de honestidad, en lugar de conectar amorosamente con el otro para sentir si realmente lo que decimos procede, si es el momento adecuado o si creemos que podemos ayudar con nuestro comentario.
Y es que a veces el rigor de la moral no nos permite elegir en base a una actitud verdaderamente amorosa. ¿Qué es el amor sino unión? ¿Cómo podemos amar si, en nuestros actos, nos dejamos de lado y no contemplamos el respeto a nuestra propia vida y a nuestro bienestar?
En el amor consciente todos ganan, no existe la autoinmolación. Si bien es cierto que un mamífero es capaz de poner su vida en peligro por un cachorro cuando existe una amenaza real, no seguirá tratándolo como un ser indefenso cuando crezca y se haga adulto.
Muchos siguen viendo en el sacrificio una forma de expresar el amor, a costa de enfermar personalmente. Piénsalo, ¿desearías que alguien a quien tú amas lo pasara mal y enfermera a causa de sobreproteger a otros o hacerles la vida más cómoda?
Confundimos la capacidad de decir NO y poner un límite con el egoísmo, la responsabilidad de cuidar nuestras necesidades con el capricho, la reactividad con la sinceridad o el amor con la pena. Mentalmente nos acogemos a los valores que aparentemente nos sustentan, pero no vemos por ejemplo que Hitler se movía por valores, así como la Santa Inquisición.
Con esto no quiero decir que el amor o la generosidad no sean posibles, pues todo depende del grado de conciencia que permanece despierta hacia uno mismo.
Bajo los valores y las otras muchas excusas que nos ponemos para no conectar con nuestra realidad se esconde el miedo a la libertad, a poder encarar nuestras inseguridades tras salir de la zona de confort.
Todo cambia cuando nos cuestionamos desde la base, cuando nos permitimos oír más allá de lo que nos dice nuestro Pepito Grillo particular que, a veces, por muy buenas intenciones que parezca tener, nos distancia de la capacidad de amarnos y cuidarnos.