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La buena agresividad

La buena agresividad
9 de julio de 2018Antonio de la TorreDesarrollo personal

Tanto en consulta como en la vida diaria he observado algo habitual cuando se habla de la agresividad y todo lo que la envuelve. Por lo general, tachamos una conducta o manifestación agresiva como un defecto de la persona y hay veces en las que juzgamos fácilmente sin interesamos por sus circunstancias.

El título de este artículo ha sido elegido muy conscientemente, pues me gustaría diferenciar entre “buenos” y “agresivos” para poder ir un poco más allá.

Al hablar sobre los primeros es inevitable señalar que estamos haciendo un juicio mental sobre quiénes merecen nuestra aprobación, en base a los valores que nos muestran y a la valoración que hacemos sobre estas personas, que podríamos calificar como buenas.

Hacemos referencia normalmente a gente amable, que tienen siempre una sonrisa en la boca y que, aparentemente, serían incapaces de hacer daño a nadie.

Hacemos referencia a esas personas a las que, posiblemente, se les podría asociar la frase popular: “de bueno es tonto”. Y aquí viene el segundo juicio mental, esta vez algo peyorativo, para señalar la contrapartida que tienen estas personas impregnadas de “buenitis”: la dificultad para defenderse.

Por otro lado, nos encontramos a los manifiestamente agresivos, aquellos a los que les resulta sumamente difícil templar sus impulsos y fácilmente se dejan llevar por conductas violentas. Suelen ser los malos de la película, los señalados como defectuosos en el sistema social.

Somos seres mentales, provistos de raciocinio y discernimiento entre lo que nos parece bueno o malo. Nuestra naturaleza nos lleva a cuidar del bienestar mental y social, para eso, creamos normas, para alejarnos de la vivencia del hombre primitivo en su estado salvaje e incierto.

Sin embargo no se nos puede pasar por alto que somos animales, concretamente mamíferos. Poseemos un instinto básico que nos lleva a la supervivencia, el cual puede volverse en nuestra contra si no conseguimos diferenciar cuándo nos parece que estamos siendo amenazados a cuándo realmente lo estamos.

Es de suma importancia conocer y manejar mejor nuestro mundo interno para saber diferenciar entre cómo funcionar de un modo adaptativo y cuándo nos estamos dejando llevar por nuestra neurosis.

La buenitis reprime su parte instintiva, mientras que la agresividad neurótica impulsa a la persona a una continua guerra con el mundo donde no hay tranquilidad posible.

Más allá de estas dos posturas contrapuestas existe lo que he denominado la buena agresividad, es decir, aquel impulso vital que promueve el derecho a formar parte de este mundo y a vivir.

Cuando aprendemos a reconocer nuestras necesidades y a expresarlas de manera respetuosa frente a los demás, sólo nos queda pedir que se nos respete. El objetivo es parar una invasión real, un chantaje emocional o una acción agresiva que recibimos.

Ahí queda al descubierto quiénes realmente nos ven y hacen por cuidarnos, más allá de que puedan entendernos o discrepar. Darnos a conocer y expresarnos es básico para que los demás nos respeten y promover así una convivencia en mayor armonía.

Sin embargo, nos vamos a encontrar también en nuestra vida a quienes no quieran o no sean capaces de vernos y, por lo tanto, a quienes no respeten nuestros límites. En estos casos, es importante tirar de nuestra parte animal y despertar el instinto para cuidar de nuestra vida y marcar distancias. En este sentido, la agresividad nos ayuda a parar los pies de quienes realmente ejercen su poder a costa de nosotros.

Existe una sabiduría interior que se resume en saber diferenciar entre cuándo ser amable y cuándo defenderse.  O lo que es lo mismo, entre pararse a pensar para ver y respetar a la otra persona o, por otra parte, sacar nuestro ser visceral para ponernos serios y definir los límites.

Para practicar la buena agresividad se requiere un conocimiento profundo de quiénes somos y cómo hemos aprendido a estar en el mundo. Sólo aquel que consigue adentrarse en sí mismo y reconocer su neura está en disposición de identificar y cuidar de su propio impulso vital, de sus verdaderas necesidades.

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